miércoles, 13 de septiembre de 2006

Redacción de Pruden

Monumenta mi pueblo

Monumenta es el nombre del pueblo en el que he vivido 53 años de mi vida.
Tiene un nombre que suena como muy importante pero luego cuando estás en él, te parece que no hay nada que merezca la pena. Lo mejor de todo es su gente, que aunque somos un poco modorros, pero somos trabajadores, honestos, y como la tierra duros, pero cuando viene el agua suavecita, nos deshace. Alguien que creo que es entendido, me dijo que hubo un castro donde esta Peña la Mora, allí al lado del regato que baja del Fresno, para juntarse con el Prao Grande. ¿Tal vez sea ese el motivo de que el nombre del pueblo sea Monumenta?. No lo sé, pero puede que sea una buena hipótesis de partida.

Yo quería hacer una redacción sobre este segundo mi pueblo.
Voy a empezar diciendo que los veranos de mi niñez eran muy distintos. Entonces no teníamos tiempo de hacer cursos de informática, estábamos muy cansados de trillar, aparvonar, limpiar, desemparvar, valear, amolar, dar vueltas a la parva, encalcar las parvas, los carros, y en los pajares, dar manojos, limpiar, viendar, recoger las barreduras, (ésta era la que más nos alegraba porque era lo que se hacía al final de todo), sólo quedaba ya traer los trillos, los cambizos, tornaderas, palas, viendas y viendos. Ibamos luego a apañar los garbanzos, arrancar las patatas y quedaba ya la recolección terminada.
Después quedaba ir a la pila de la huerta, llenarla de agua y meterse en remojo para que defuera todo el polvo acumulado y pegado con el sudor que formaba una costra que nosotros llamábamos roña. El agua que utilizábamos abonaba aquel día la huerta y nosotros quedábamos con menos peso por lo perdido en la pila. También cambiábamos de color por lo desteñidos que salíamos de la pila. Se decía que quedábamos frescos.
Las chicas jóvenes, como entonces la moda era estar blancos, pasaban buenas torturas tapadas con el pañuelo de una forma que solo ellas sabían como se hacía. Ponían la punta derecha del pañuelo por encima de la nariz, hasta la parte derecha de la cara, luego con la punta izquierda se ponía por debajo de la barbilla y se metía para que se sujetara en la parte derecha al nivel de la oreja. Era algo parecido al burka de las mujeres árabes de hoy, después el día de las fiestas, San Pedro, San Bartolomé, el día de Ntra. Señora en Villamor nadie podía decir que estas mujeres habían estado segando, trillando, y todo lo demás que habían hecho.

Hoy no me da tiempo a contar los dolores de trasera, las ampollas en las manos, los pelandriales que había que segar y que si encima hacía un airecillo fresquito, al final terminabas doblado y te echabas al travesar de los surcos y además te decían que alguien te pisara para que quedaras bien.
No todo eran trabajos también teníamos algunos ratos para divertirnos. San Pedro, que íbamos después de haber segado por la mañana alguna sucada de algún rabo que había quedado del día anterior y era bueno que se terminara porque si no salía de parva para el día siguiente.
Luego bailábamos hasta la una o las dos de la mañana y luego como los medios de locomoción que teníamos eran: los más progresistas y con más dinero tenían bicicleta, el resto en el coche de San Fernando un rato a pie y el otro andando. Con estos medios nos cogíamos el camino y para el pueblo. Los que estaban enamorados venían separados del resto porque la costumbre mandaba acompañar a las novias hasta la tenada y si se terciaba se iba para el carro siempre que el padre no estuviera a la puerta, en este último caso se despedían sin tener mucho contacto físico. Si por algún descuido el padre se había dormido y no estaba acechando, un beso al respeluz y menudo cargo de conciencia.
El resto, que no tenían apaño, venían en grupo cantando, empujándose y a veces metiéndose con los que venían de dos en dos.
Llegados al pueblo las mujeres para casa y los mozos, si alguno de los acompañantes era de fuera del pueblo, entonces esperaban a que se despidiera de la chica y luego buscaban al Romeo para cobrarle la ronda que era lo estipulado por la costumbre. Si la cosa iba a más pasando el tiempo y cuando había rumores de boda le cobraban digamos el valor de la chica. El precio dependía de cómo era la moza y de lo desprendido que era el enamorado. Si pagaba por la buenas todo iba bien pero si se resistía había presiones que podían ser desde amenazas verbales hasta terminar en alguna llagota o regato que si era verano la ducha era gratis pero si era invierno, que es cuando más tiempo había para rondar, volver al pueblo de procedencia con la ropa mojada había riesgo de terminar con pulmonía; claro que estas eran las pruebas para ver la fuerza que tenía el amor aquel tal vez producto de un flechazo o porque se sabía que la enamorada tenía un padre rico.
Cuando íbamos a las fiestas de los pueblos vecinos, yo recuerdo muy bien la de San Bartolomé, como había mucho polvo por el camino y hacía calor, (esto lo hacíamos las mujeres) llevábamos en una bolsa de tela, que entonces no había de plástico, los zapatos y a veces las medias y por el camino poníamos las zapatillas que luego cuando nos acercábamos al pueblo donde era la fiesta, buscábamos una fuente, nos lavábamos los pies y nos poníamos los zapatos, nos peinábamos y ya estábamos listas para el ligoteo.
Había normalmente dos sesiones de baile una que empezaba con rato de sol y duraba hasta el oscurecer luego si tenías familia o amigos en ese pueblo te invitaban a cenar, los que no tenían o se venían al pueblo antes de cenar o iban a cenar al bar que entonces si había. Las cenas en el bar eran de lo más suculento dada nuestra abundancia de dinero, solíamos comer escabeche con pimientos que el dueño del bar ponía de la cosecha de su huerto, pero nos sabía a gloria, porque en casa nos esperaban unas patatas aserenadas que era normalmente nuestra dieta cotidiana y eso el año que había llovido con abundancia si no había sido así eran sustituidas por unas sopas.

Firmado: Una joven de los años 60


Prudencia Garrote

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