MONUMENTA: MI PUEBLO
Erase una vez un pequeño pueblo de Castilla, un pueblo anclado en el pasado, donde sus gentes iban y venían repitiendo el ancestral aprendizaje heredado de sus antepasados. Arañaban infatigablemente una tierra pobre y apacentaban sus rebaños en unos valles en los que la bondad o inclemencia del clima determinaba su aprovechamiento.
Erase una vez los ojos de un niño que año tras año, se iluminaban al contacto con esa tierra que el creía maravillosa y mágica, como de cuento de hadas. Para ese niño Monumenta representaba la libertad, podía correr por sus calles sin peligro, podía tener contacto con los animales, sentir el aire fresco oliendo a mies, a tierra húmeda, ver volar casi a ras de sus ojos a los pájaros, podía en definitiva “vivir en contacto con la vida”.
A pesar de las grandes carencias Monumenta tenía lo más importante que ese niño podía pedir “magia”. Era mágico descubrir los renacuajos en la Charca de los Barreros, escurridizos, zigzagueantes. Parecía que el tiempo se detenía y sus ojos buscaban entre el fango otros ojos que aparecían y desaparecían, con una cadencia incomprensible que le atrapaba y que le hacía moverse alrededor de la charca intentando ganar la batalla a esos animalillos que llenaban con su croar el silencio abrumador de las eras. Las ranas formaban parte de esos veranos en el pueblo, y eran ellas las que hacían que cada día una nueva aventura llenara la jornada, hoy era una suave danza, saltando desde la superficie hacia el interior del agua, mañana un concierto, donde cada animal ocupaba su lugar concreto y con sus chapoteos improvisaban una música irrepetible, entonada solo para él. Era el niño más afortunado del mundo, sin nada lo tenía todo.
Ahora, con el paso del tiempo ese niño ha crecido, sus ojos miran con otra mirada, pero cuando vuelve a Monumenta, su corazón se estremece al pasear por los “Barreros”.
Isabel Ordax
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